Ciencia y religión: creación ó evolución
- Salvador Nuñez
- 15 abr
- 25 Min. de lectura
Actualizado: 18 may

Arriba a la izquierda vemos a un grupo de personas rezando ante el Muro de las lamentaciones en Jerusalén, y a la derecha vemos a 2 científicos trabajando en un laboratorio. El contraste no puede ser más obvio, la ciencia y la religión son modos diferentes de ver la naturaleza, y son también actividades muy distintas. Entonces, resulta imposible mezclarlas, desde el momento en que no hay coincidencias ó intereses comunes. Cada una se ocupa de asuntos que son totalmente ajenos a la otra. De manera pues que tratar de tender puentes entre ellas es un proyecto que inevitablemente terminará en fracaso. ¿Existirá alguna vez ese hombre tan audaz y habilidoso que pueda lograr la proeza de producir un híbrido fértil y vigoroso mezclando el agua y el aceite, la gimnasia con la magnesia, ó la ciencia con la religión?
Créditos de las imágenes:
La foto de científicos en laboratorio fué proporcionada por wix.com
Buscando la claridad en los fundamentos de la controversia.
Para sostener una controversia es necesario entender los puntos básicos de la discusión, pero en este caso parece que hay demasiados participantes que no comprenden lo esencial. Por lo tanto, debemos empezar por definir las diferencias y las semejanzas entre la ciencia y la religión, para ver si es posible llegar a una conciliación entre ellas. Las diferencias entre ambas son, por supuesto, abismales:
La ciencia busca conocer la naturaleza, y para estudiarla comienza siempre por buscar pautas regulares en los fenómenos naturales; esas pautas regulares son interpretadas como leyes de la naturaleza. Para la religión, en cambio, sólo son dignos de atención los fenómenos que parecen escapar del marco de los acontecimientos ordinarios, que son de alguna manera portentosos, admirables, y que parecen señalar un diseño exquisito, hecho con sabiduría sobrenatural.
Para la ciencia, el conocimiento debe siempre estar subordinado a la naturaleza; dicho de otro modo, la ciencia no puede contradecir a la naturaleza. Para la religión, por contraste, el conocimiento supremo debe venir a nosotros por revelación, debe estar contenido en los textos considerados sagrados, ó de “inspiración divina”. Por lo tanto, el conocimiento adquirido por el estudio directo de la naturaleza será siempre “inferior” al conocimiento revelado. El conocimiento traído por la ciencia puede ser válido, siempre que no implique contradicción con el conocimiento revelado. En caso de existir contradicción, la religión siempre dará preferencia a la palabra revelada por los textos sagrados, despreciando invariablemente a la ciencia y a la propia naturaleza.
Una vez que hemos visto las diferencias entre la ciencia y la religión, parece que llegar a un acuerdo entre ambas es imposible; pero yo veo varios modos de librar ese espinoso asunto, empezando por el hecho de que ni la ciencia ni la religión son productos terminados. Quiero decir que la ciencia y la religión están en constante desarrollo, aunque ciertamente la religión parece más fuertemente apegada a sus dogmas y tradiciones que la propia ciencia. Sin embargo, la religión también sufre transformaciones, aunque claramente son más lentas y más sutiles. Al mismo tiempo, las características especificadas más arriba para la religión fueron pensadas exclusivamente para los ejemplos monoteístas (judaísmo, cristianismo e islamismo) dejando fuera otras expresiones religiosas, y otros modos de creer en Dios.
Por otra parte, yo encuentro algunas curiosas semejanzas entre la ciencia y la religión, como son las siguientes:
La religión no puede existir sin la fé, sin la creencia en una realidad que nos resulta fatalmente inaccesible. Pero la ciencia también procede por fé, si bien es una fé de tipo más práctico, basada siempre en la observación de la propia naturaleza; y es además una fé tan fuerte y tan impregnada de fanatismo como la de los creyentes más obstinados. Hay, sin embargo, una diferencia fundamental: la fé religiosa puede durar eternamente ó, cuando menos, parece mantenerse con notable firmeza a través de incontables generaciones. La fé de los científicos, ó de aquellos que basan su razonamiento en leyes ó principios naturales, por contraste, debe tener una fecha de caducidad: esta fecha viene dada por el propio desarrollo de la ciencia, y significa simplemente que si la ciencia no produce los resultados esperados, después de seguir un largo camino impuesto por el paradigma dominante, la fé, la fanática esperanza en ese resultado, debe terminar. Ahora que si el paradigma no produce los resultados anhelados por sus promotores, después de haber tenido durante largo tiempo a su disposición todos los recursos técnicos, económicos y humanos, necesarios para alcanzarlos, el paradigma debe reformular sus parámetros ó, en el caso más extremo, debe ser considerado como totalmente fallido.
La ciencia y la religión comparten una tozuda, tenaz y ridícula preferencia por el razonamiento positivista. El positivismo, como todas las cosas, tiene aspectos positivos y negativos, ó ventajas y desventajas. El positivismo es, ciertamente, la antítesis de la fé, puesto que niega la existencia de realidades ocultas, ó de cosas que en ese momento no pueden ser probadas. Por tanto, la predilección de la ciencia y la religión por el razonamiento positivista demuestra que ambas se desarrollan de un modo paradójico y autocontradictorio: los promotores de un dogma, ó de una creencia, se sienten libres para predicar su personal visión de la naturaleza en ausencia de pruebas; pero, al mismo tiempo, exigen pruebas contundentes para sus antagonistas. Es decir, ellos se consideran exentos de presentar pruebas de sus afirmaciones, pero niegan tajantemente esa libertad para sus adversarios.
Habiendo visto las diferencias y las semejanzas más básicas entre la ciencia y la religión, pasaremos ahora a ver cómo se aplican específicamente a la controversia sobre los orígenes. De entrada, los debates entre la ciencia y la religión no deberían existir, porque sus respectivos campos de interés son tan distintos que no hay modo de establecer un puente entre ellas. Dicho llanamente, Dios no tiene interés por la ciencia, y la ciencia tampoco tiene interés por Dios. ¿Cómo podríamos conciliar a la ciencia con Dios cuando ambos se desprecian mutuamente? ¿Desde cuándo la religión se interesa por el avance del conocimiento ó por el estudio de la naturaleza? ¿O cómo la ciencia podría incorporar el estudio de la realidad extraterrenal al estudio de la realidad en que habitamos? Si la religión no tiene interés por las cosas “de este mundo”, y la ciencia no tiene interés por el “más allá”, ni métodos para abordarlo, es obvio que sus caminos son paralelos, y que jamás llegarán a cruzarse. El lector debe entender que aquí no se discute si Dios existe ó no existe; aquí sólo se discute si Dios es, ó no, pertinente para la ciencia.
Partiendo del hecho de que Dios y la ciencia llevan caminos separados (excepto en el caso de que la religión promoviese la idea de que Dios opera siempre por medio de leyes naturales, que es la idea defendida por Baruch Spinoza, un filósofo holandés del siglo XVII), ¿qué pretenden los defensores del Creacionismo? ¿O cómo esperan sostener el cuento bíblico de Adán y Eva en el marco de la ciencia? Hasta donde puedo entender, los Creacionistas alegan tener el derecho a promover la enseñanza de dogmas como el cuento de Adán y Eva en las escuelas públicas, en “igualdad de condiciones” frente al cuento de la evolución. Es decir, pretenden que ambas concepciones sean enseñadas como “igualmente posibles”, en vista de que ninguna de ellas tiene pruebas contundentes a su favor. Repito que esto es lo que dicen ellos, y en lo que sigue expondré yo mi opinión personal.
Si la Creación Divina de los seres vivos y la evolución son igualmente fábulas mitológicas, ¿cuál es mejor, ó cuál puede sostenerse con soltura y gallardía en el marco de la ciencia? ¿cuál sigue las reglas de la ciencia y cuál falla miserablemente en su cumplimiento?
Las personas de conciencia religiosa saben perfectamente que el cuento bíblico de la Creación carece de fundamentos científicos, pero alegan que la evolución es también otro mito, otra fábula religiosa, sostenida únicamente por fé, por una fanática convicción, en vista de que “tampoco tiene pruebas”. Para decirlo de forma amable, resulta extraño ver cómo el trasfondo religioso enturbia el entendimiento de la ciencia, pero luego vemos que los científicos convencionales (que no necesariamente son ateos, pero cuyo razonamiento es básicamente naturalista, como lo fue el de Baruch Spinoza) tienen parte de la culpa, porque no han sabido ilustrar con exactitud los puntos esenciales del modo en que se desarrolla la ciencia. Por muy antidemocrático que parezca, la ciencia funciona como una Dictadura, y la calidad de sus productos depende directamente de que el paradigma dominante sea falso ó verdadero. Es decir, el valor de la ciencia se mide por sus resultados, no por los ampulosos discursos de sus más altos representantes. Y otra vez se vuelve necesario mencionar el carácter paradójico y autocontradictorio del positivismo; recordemos lo dicho más arriba: un positivista exige pruebas contundentes a sus adversarios, pero convenientemente suprime esa exigencia para sus propias afirmaciones. Ese doble criterio, esa actitud hipócrita de exigir para los antagonistas lo que no exigen para sí mismos, es un síntoma que yo encuentro con mucha frecuencia en aquellos que presumen de ser muy escépticos y racionales, pero en realidad sólo utilizan ese razonamiento cuando así conviene a sus intereses. Ese comportamiento está muy extendido en nuestra sociedad, y forma parte del repertorio conductual de todos los grupos sociales; pero aquí lo he mencionado para decir que, en su confrontación con la ciencia, la religión se vuelve más destructiva y peligrosa cuando hace una estrecha alianza con el razonamiento positivista. Por lo tanto, la manera más simple y directa de acabar con las pretensiones “científicas” de los Creacionistas consiste en desafiarlos a entrar al juego de la ciencia limpiamente, sin trucos ni pretextos. Esto significa que deben abandonar el cómodo argumento de que “yo no estoy obligado a presentar pruebas de mis afirmaciones, en vista de que mis adversarios no cumplen con ese requisito”. Es claro como el agua que las reglas de la ciencia deben funcionar para todos, y que nadie puede alegar condiciones de excepción; si los Creacionistas fallan en este punto, los darwinistas no deben fallar, y viceversa. Cualquiera que pretenda evadir las reglas de la ciencia debe ser desterrado de la ciencia, el juego es así de simple.
Y es natural, ha llegado el momento de exponer cómo es que los Creacionistas han logrado implantar en la sociedad su atrofiada creencia de que un mito religioso (la Creación de los seres vivos basada en una multiplicidad de actos milagrosos) puede rivalizar con el cuento de la evolución en el marco de la ciencia. Pues bien, éste es otro producto importado de la truculenta filosofía positivista: los que adoptan con fanática terquedad este tipo de razonamiento, llegan al extremo de proponer que “sin cadáver no hay crimen”, y este dogma funcionó en el sistema de justicia penal de todos los países civilizados hasta época muy reciente; cuando los encargados de impartir justicia se dieron cuenta de que los delincuentes ocultaban ó destruían los cadáveres para evadir el castigo carcelario, el dogma positivista empezó a aplicarse con menor rigidez, pero en cierta forma sigue dominando el sistema penal. Como derivado de ese dogma, tenemos el precepto jurídico de que nadie puede ser investigado, ni molestado en sus bienes o en su persona, sin tener una base legal para solicitar de un juez un permiso para examinar una propiedad o intervenir un teléfono, y otras cosas similares. Ciertamente, los preceptos jurídicos tienen un sustento válido, pues evitan los abusos de las autoridades, o incluso de los policías, pero también sirven para proteger a los delincuentes. A lo largo de la historia, el razonamiento positivista (la feroz exigencia de pruebas contundentes) ha demostrado ser fuente de numerosos errores y brutales estupideces. Como ejemplos destacados, tenemos el juicio de Galileo, donde el famoso renacentista italiano estaba en franca desventaja frente a sus despóticos Inquisidores por la sencilla razón de que no tenía a su disposición las pruebas que exigían sus jueces. Es claro como el agua que los Inquisidores del siglo XVII no tenían el menor interés por el desarrollo de la ciencia, ni por el estudio de la naturaleza. Ellos sólo estaban interesados en mantener sus privilegios políticos y económicos, y veían a Galileo y otros de corte similar como una amenaza que podía terminar con su opulento estilo de vida. Sabemos que finalmente triunfó la postura de Galileo (y Copérnico) y la Iglesia Católica perdió su Poder político, su arbitraria imposición sobre la vida y el destino de los pueblos sometidos a su dominio. Sin embargo, logró mantener su riqueza monetaria, razón por la cuál decidió que los seguidores de Copérnico podían seguir libremente su camino, en vista de que no representaban una amenaza real a sus intereses más apreciados. Junto a este ejemplo hay otros que ponen de manifiesto la fragilidad ó la estupidez del positivismo, y como casualmente inciden fuera de la esfera religiosa me sirven para establecer que las víctimas del positivismo anidan en todas partes, y que la religión no representa un caso especial, ni ofrece mayor espectacularidad ó dramatismo que cualquier otra estructura social. Bien, se me ocurre que un hombre de ciencia tan destacado como Lavoisier puede ser un buen ejemplo para demostrar que el razonamiento positivista puede terminar estrellándose contra la realidad, y que sus promotores hacen el ridículo con más frecuencia de la que están dispuestos a admitir. Pues sucede que Lavoisier dijo que “del cielo no pueden caer piedras, porque no hay piedras en el cielo”; pero se equivocó, porque los cometas y meteoritos son esas piedras que, según el famoso padre de la química moderna, no existen. En la época de Lavoisier la existencia de meteoritos era difícil de demostrar, y a esta circunstancia debemos agregar que los amantes del positivismo llegan a imaginar que su minúsculo conocimiento del Universo trasciende todas sus humanas limitaciones, de suerte que llegan a considerar su propia opinión como si fuera infalible. Otro ejemplo notable lo tenemos en el ataque de Japón a Pearl Harbor: los altos mandos militares de Estados Unidos fueron alertados por sus servicios de espionaje de que Japón podría estar planeando atacar por sorpresa la flota marítima anclada en Hawaii, pero los generales del más alto nivel desestimaron las advertencias en vista de que los analistas no podían ofrecer pruebas del supuesto plan de ataque. Llegó el fatídico 7 de diciembre de 1941, y entonces los condecorados generales pudieron tener las pruebas del ataque que había sido cuidadosamente planeado desde varios meses antes. Y otra vez podemos constatar como las consecuencias de una decisión imprudente, basada en la torpe exigencia de pruebas contundentes, pueden ser más costosas de lo que hubiera sido tomar el camino alternativo, esto es, atender el consejo de los perspicaces analistas, aún en ausencia de pruebas.
Estos ejemplos deben ser suficientes para establecer que el positivismo no tiene la fuerza que sus promotores le atribuyen para acabar con los fanatismos ideológicos, puesto que el positivismo es, por sí mismo, fuente de incontables supersticiones llenas del más crudo fanatismo. Para ser claros, no pretendo negar que el positivismo ha tenido un papel destacado en el desarrollo de la ciencia; yo sólo digo que el positivismo, como todas las cosas de este mundo, tiene virtudes y defectos, y que exaltar sus méritos olvidando su potencial para llevarnos por el camino del error es, para decirlo suavemente, una receta segura para construir una ciencia defectuosa y fraudulenta. Teniendo en cuenta todo lo anterior, puedo decir que tengo bases suficientes para señalar que ni los Creacionistas ni los darwinistas entienden plenamente el trabajo científico, y que, por lo tanto, ambos están condenados a producir una ciencia defectuosa. Por supuesto, el caso de los primeros es más intenso, más desastroso, que el de los segundos, porque los Creacionistas, como dije antes, desprecian el estudio de la naturaleza, y no tienen interés en profundizar en el conocimiento de los fenómenos naturales. Debería ser claro para todos que los Creacionistas sólo buscan utilizar la ciencia para imponer su caprichosa visión del Universo. Pero aquí está la trampa: si pretenden entrar al juego de la ciencia, entonces deben seguir sus reglas. Y surge la obligada pregunta: ¿cómo pueden seguir las reglas cuando, desde el inicio, ya están hablando de milagros? Pero imaginemos, por el momento, que por un extraño giro de la realidad logran imponer su delirante visión del Universo, ¿y qué ganarían con ello? Pues sólo lograrían hacer el ridículo, como hicieron los Inquisidores de Galileo y los promotores de la fraudulenta biología en la desaparecida Unión Soviética, bajo el liderazgo de Stalin y Lysenko. Ahora que, siguiendo con esta línea de razonamiento, podemos ver que los Creacionistas no entienden nada del trabajo científico. Porque la ciencia moderna necesita invertir incontables millones de dólares para investigar la naturaleza, y esa investigación debe estar dominada por un paradigma. Luego tenemos que los paradigmas son programas de investigación, pero son también recetas, ó mapas y brújulas, para buscar tesoros enterrados, esto es, el conocimiento profundo del modo en que funciona la naturaleza. Y finalmente, los paradigmas, cuando son erróneos ó fraudulentos, terminan siendo derrocados por un nuevo paradigma, por un modo distinto de ver la naturaleza y de investigarla. Los paradigmas sólo son útiles cuando producen resultados, y precisamente son los resultados los que nos permiten confirmar su valor ó su falsedad. Y nuevamente nos encontramos con las paradojas del positivismo: según su regla más conocida, los hechos, las pruebas físicas, valen más que las palabras; de tal suerte que los discursos de Creacionistas y darwinistas no pueden imponerse frente a una realidad que los aplasta. Y es bastante hilarante ver que los más feroces defensores del positivismo en la época moderna quedan fatalmente humillados por la brutal lógica positivista, pues los hechos desmienten crudamente sus absurdas afirmaciones.
Si el cuento de Adán y Eva no sirve como programa de investigación, ni como una receta para buscar el conocimiento, entonces no tiene sentido llevarlo a la ciencia, ni tiene sustento alguno para rivalizar con el cuento de la evolución. Y digo que la evolución es un cuento no porque haya falsedad en el concepto, sino porque no tenemos a la mano las pruebas contundentes que, en su torpe cerebro, dominado por las truculencias del positivismo, exigen los defensores del Creacionismo. Claro, esas pruebas contundentes se refieren siempre a las transiciones más espectaculares (lo que conocemos como macroevolución, que es la que va de las bacterias a las ballenas ó, en ejemplos más modestos, la que va de la respiración por branquias a la respiración pulmonar, del cuello corto de burros y caballos al cuello largo de las jirafas, ó de los simios antropoides al homo sapiens), porque los Creacionistas desprecian siempre la microevolución, esto es, los ejemplos de alteraciones genéticas ó hereditarias que producen ó multiplican la diversidad biológica de las especies. Para los Creacionistas, la microevolución y la macroevolución son fenómenos esencialmente distintos, pero es obvio que utilizan una lógica muy retorcida para llegar a esa conclusión. Desde luego, tenemos que admitir que las pruebas contundentes de la macroevolución no existen ni pueden existir (es imposible crear, por métodos experimentales, un burro con el largo cuello de las jirafas, porque esas transiciones exigen el concurso de cientos de generaciones, y nadie tiene idea de cómo lograr, ni en grado mínimo, alargar el cuello de burros y caballos; podríamos utilizar los métodos de la selección artificial, pero esa estrategia tiene poderosas limitaciones, como bien deben saber los darwinistas). Sin embargo, no necesitamos crear imitaciones de jirafas, ni de ballenas, porque tenemos valiosos argumentos de otro tipo.
¿La evolución es un mito? Bueno, en todo caso, hay mitos que pueden ser valiosos para la ciencia, siempre que sigan las reglas que ha creado la propia ciencia.
Recordemos que para los torpes defensores del más rancio positivismo, todas las afirmaciones extraordinarias, ó que superan la tosca realidad que tenemos a la vista, son mitológicas ó anticientíficas en tanto no logren una contundente demostración, basada en experimentos que no dejan nada a la imaginación. De modo que la idea de que animales terrestres hayan vuelto al mar y en el curso de innumerables generaciones se hayan convertido en ballenas es un mito, un cuento indemostrable, según la rígida lógica positivista; pero sucede que………………Los paradigmas, cuando son verdaderos, producen el avance de la ciencia desde mucho antes de alcanzar las pruebas contundentes que exigen los torpes positivistas (ó incluso esas pruebas se vuelven innecesarias, porque tenemos esas otras pruebas, insignificantes para los positivistas, pero siempre valiosas para los buenos científicos, que aquí llamamos indicios). Un paradigma es siempre la clave para interpretar una multitud de fenómenos que aparentemente son inconexos entre sí. El principal defecto de la física de Aristóteles es que considera los fenómenos terrestres (como la caída de una manzana desde la rama del árbol que la sostiene) como inconexos con el movimiento de los planetas, y la principal ventaja de la física de Newton es que propone un marco explicativo que puede aplicarse para el movimiento de los cuerpos terrestres tanto como para los cuerpos celestes. La integración de diversos fenómenos, aparentemente distintos e inconexos entre sí, en un mismo marco explicativo constituye una valiosa prueba de la veracidad de un paradigma. Por lo tanto, la prueba de fuego del cuento de la evolución no reside necesariamente en la obtención de neanderthales partiendo de simios antropoides, sino en demostrar que los mecanismos evolutivos están presentes dondequiera que haya alteraciones genéticas, bien a nivel de individuos ó de especies. Y si los Creacionistas imaginan que sólo estoy repitiendo las tonterías de los darwinistas, me adelanto a corregirlos: recordemos que la narrativa de los darwinistas se basa enteramente en la idea de que las mutaciones ocurren al modo de los juegos de azar, donde el azar opera sin restricciones, alterando arbitrariamente la secuencia de bases en el ADN. Como los Creacionistas han señalado de manera persistente, con una teoría tan absurda como la que sostienen Jacques Monod y todos sus similares, es imposible justificar las transiciones evolutivas. Pero la falsedad, la grotesca torpeza del cuento evolutivo desaparece tan pronto como sustituimos el marco explicativo de los darwinistas modernos (basado en el binomio formado por las mutaciones azarosas y la selección natural) por la ancestral explicación lamarckiana de mecanismos que trabajan en combinación con los cambios ambientales y/ó con los cambios ocurridos en las actividades celulares como consecuencia de los cambios en los hábitos de vida. Y los mecanismos lamarckianos, en contraste con las falacias de la selección natural, se están integrando con notable éxito en el conocimiento de la biología moderna.
Un diálogo entre sordos: Creacionistas y darwinistas se ridiculizan mutuamente, pero son absolutamente incapaces de reflexionar sobre sus propias inconsistencias.
El fraude del darwinismo moderno se vuelve evidente cuando vemos la grotesca incapacidad de sus conceptos centrales para formar un marco explicativo donde todos los fenómenos biológicos puedan armonizar, tanto con los mecanismos de cambio en las moléculas de la herencia, como con las características arquitectónicas y funcionales de las estructuras genómicas de las especies. Parafraseando, un poco burlonamente, a Theodosius Dobzhansky, podemos decir que “en la biología moderna nada tiene sentido, vista a la luz de la selección natural y las mutaciones azarosas”. Los darwinistas imaginan tener argumentos a su favor cada vez que comparan las estructuras genéticas normales ó “canónicas”, ampliamente distribuidas entre los individuos de una especie, con las estructuras alteradas, casi siempre causantes de deformidades o de enfermedades, dentro de la misma especie; o incluso cuando comparan los genes que tienen semejanzas estructurales y funcionales entre distintas especies. Cierto, esas comparaciones parecen respaldar el cuento de las mutaciones al azar, pero el cuento se derrumba fácilmente cuando cambian el escenario, de los genes individuales a la arquitectura genómica vista de conjunto. Y es aquí, en el diseño integral del genoma, donde los Creacionistas han imaginado encontrar apoyo para sustentar el cuento de la Inteligencia Divina aplicada a la creación de las especies. Pero sucede que en ambos casos el supuesto respaldo de la naturaleza es puramente ilusorio, lo cual queda evidenciado por la ciencia real, la que trabaja buscando armonizar los esquemas teóricos con los resultados experimentales. Y lo que los científicos han encontrado, descrito con el mínimo concurso posible de los adornos retóricos, es que los cambios en las moléculas de la herencia no ocurren ni por mutaciones puntuales, ni por corrimientos en la pauta de lectura. En realidad, los cambios ocurren por mutaciones orquestadas, que son aquellas donde participan varias moléculas con propiedades catalíticas (proteínas y moléculas de ARN) de manera organizada, y aparentemente dirigidas con asombrosa inteligencia. Desde luego, la inteligencia detrás de estos fenómenos debe ser totalmente simulada, lo cual es un requisito fundamental de la filosofía mecanicista y materialista. Y este requisito debe ser confirmado en la naturaleza mediante el hallazgo de productos que son, alternativamente, benéficos ó perjudiciales para la vida de los organismos.
Ahora, los científicos han encontrado numerosos ejemplos de mutaciones benéficas en los estudios sobre la adquisición de resistencia en las bacterias frente al ataque de los virus llamados bacteriófagos ó, simplemente, fagos. Las mutaciones producidas por estos mecanismos tienen los rasgos distintivos de la “inteligencia” necesaria para producir todas esas raras cualidades arquitectónicas de los genes y los genomas que no pueden ser engendradas por mutaciones estrictamente azarosas. Al mismo tiempo, estas mutaciones orquestadas deben producir, también, todas las alteraciones genéticas conocidas, incluyendo las que llevan a la anemia falciforme, la talasemia, los diversos tipos de cáncer, y los variados ejemplos de la diversidad genética entre las especies que descienden de un tronco común. Es decir, todo lo que los darwinistas pretenden explicar con su fraudulento esquema queda explicado de forma más coherente en otro marco explicativo. No cabe duda de que este cuadro alternativo debe parecer, a los ojos de darwinistas y Creacionistas por igual, delirante y demencial. Pero precisamente el rasgo distintivo de todas las revoluciones en la ciencia es que el paradigma innovador parece, a juicio de sus antagonistas, que curiosamente siempre resultan ser los tontos que adoran el pensamiento escéptico, positivista y racional, un cuento de hadas, un esquema absurdo y extremadamente fantasioso. Pero cuando esas revoluciones triunfan y llevan a nuevos conocimientos, en un proceso que a veces se antoja demasiado lento, queda finalmente evidenciado que la realidad es la inversa de la que imaginaban sus antagonistas: el cuento absurdo y fantasioso era el pregonado por los que presumen de razonar con suprema sabiduría.
Recapitulando, tenemos que…
Los paradigmas pueden triunfar como revolución, pero luego pueden fracasar como sistemas de gobierno, esto es, como programas de investigación. El triunfo ó el fracaso de un paradigma depende directamente de sus resultados: si el conocimiento de los fenómenos naturales muestra una conexión directa con los postulados del paradigma, entonces obviamente el paradigma habrá triunfado. Pero en el caso del darwinismo vemos que sus conceptos centrales resultan extrañamente ajenos en el contexto de los descubrimientos sobre los mecanismos que operan los cambios en las moléculas de la herencia. Todos los críticos del darwinismo coinciden en señalar que la selección natural es un concepto caprichoso, infinitamente vago, y eternamente autocontradictorio; esas mismas características las podemos encontrar en el tramposo concepto de mutaciones azarosas. Por descontado, ni la selección natural ni las mutaciones azarosas, pueden explicar el funcionamiento de los genes CRISPR, ni de los genes saltarines de Barbara McClintock, ni la transferencia de la herencia horizontal, ni ocupan lugar alguno en las funciones biológicas; son conceptos totalmente ajenos a la vida celular y, por tanto, incapaces de explicar sus cambios, sus transformaciones. De entrada, tenemos que pensar que el mecanismo evolutivo reside en la vida misma, esto es, que forma parte de su constitución. Parafraseando el lenguaje religioso, podemos decir que el Creador y su Creación caminan siempre juntos; la vida es su propio Dios, su propio Creador; por tanto, debe tener la fuerza y la “inteligencia” necesarias para producir todas las asombrosas características que llevan a los religiosos a sostener el cuento de la Creación milagrosa. De manera que el lamarckismo moderno puede explicar todo lo que no alcanzan a explicar sus ancestrales rivales (la extrema “sabiduría” y complejidad de la arquitectura genómica en el darwinismo, y la existencia de enfermedades como el cáncer, y las semejanzas estructurales y funcionales entre los genomas de diversas especies, que son tanto más agudas cuanto más cercanas son sus relaciones de parentesco, detalles que convenientemente dejan a un lado los pregoneros del Creacionismo). Pero no es sólo que cubra los huecos dejados por darwinistas y Creacionistas; un paradigma debe aspirar a explicar todo lo que existe entre los límites de su especialidad, y lógicamente el mecanismo evolutivo debe tener el potencial para explicar todas las características de la vida. Cómo ya hemos visto reiteradamente, el darwinismo y el Creacionismo tienen deficiencias que son claramente insuperables; en contraste, las deficiencias del lamarckismo pueden ser grandes, pero en este momento parecen ser los defectos típicos de todo paradigma que apenas está recorriendo las primeras etapas de su crecimiento. Y por más que insistan en negarlo, el darwinismo moderno ya agotó todas sus posibilidades de desarrollo, ya es un fantasma, un cadáver que sólo tiene vida en la retórica, en el discurso de sus promotores, pero está muerto en la práctica, desde el momento en que está totalmente ausente en las investigaciones (sobre el cáncer, sobre las mutaciones producidas por transposones y retrotransposones, y en cualquier otra investigación en el reino de la biología que intente profundizar en el conocimiento de los fenómenos naturales). En cuanto al Creacionismo, es un paradigma que nació muerto, y no hay manera de conectarlo con la metodología experimental, que es la base de todo el trabajo científico.
Ya he dicho que el positivismo tiene algunas fallas que lo vuelven susceptible de engendrar sus propias supersticiones, pero concretamente ¿cuáles son esas fallas? Creo que la falla principal de los positivistas es que se encierran en un círculo de apariencias (corrientemente llamadas “evidencias”, un nombre totalmente inadecuado porque generalmente no demuestran nada ni llevan a conocimientos profundos sobre el modo en que funciona la naturaleza). Esas “evidencias” podrían ser etiquetadas con más propiedad como “indicios”, y efectivamente los indicios forman la base del razonamiento detectivesco que es, también, fundamental para el trabajo científico. Ahora, los detectives (al estilo de Sherlock Holmes y todos sus similares) utilizan los indicios de un modo diferente al de los positivistas, porque los detectives buscan siempre formar un cuadro, una pintura, un rompecabezas según la terminología más usual de Thomas Kuhn. Es claro como el agua que una pequeña pieza, un indicio, nunca será suficiente para tener una pintura, un paisaje, ni siquiera en su mínima extensión. De hecho, ni siquiera miles de indicios son suficientes, cuando esos indicios son insulsas repeticiones de la misma afirmación, cuando son hechos de la misma clase, casi con idéntico contenido. Precisamente en esa circunstancia reside la diferencia esencial entre el razonamiento detectivesco y el razonamiento positivista: los detectives buscan las pistas, claves o indicios, que les permitan formar un paisaje, aún con la pintura incompleta, con numerosas piezas faltantes; pero si las pistas descubiertas son relevantes y son al mismo tiempo interpretadas correctamente, entonces los descubrimientos posteriores deben confirmar ampliamente la pintura que había sido inicialmente una construcción puramente imaginaria. En contraste, los positivistas son, por vocación, enemigos del uso de la imaginación; de aquí que siempre enfocan su atención en indicios, que pueden acumular por miles, pero que frecuentemente resultan ser insustanciales ó que son interpretados de manera fatalmente errónea. Un ejemplo puede ilustrar mejor lo que trato de decir, y se me ocurre que “La aventura de Silver Blaze” es perfecta para ello. Holmes utiliza los siguientes indicios para descifrar el misterio de la desaparición de un famoso caballo de carreras y la muerte de su entrenador:
El mozo encargado de cuidar el caballo se quedó profundamente dormido durante la noche y no pudo ver cuándo ó quién sacó al caballo de las caballerizas.
Ese mismo mozo cenó un platillo fuertemente condimentado.
En la mano derecha del cadáver se encontró un pequeño cuchillo que se utiliza en medicina para operaciones muy delicadas. Este cuchillo tenía huellas de sangre.
En los bolsillos del cadáver se encontró un recibo a nombre de un tal William Darbyshire, supuesto amigo del entrenador muerto, amparando la compra de un costoso vestido.
La esposa del entrenador muerto declara nunca haber usado vestidos elegantes.
En los bolsillos del cadáver se encontró una vela a medio consumir, y Holmes encontró un cerillo quemado cerca del lugar donde estaba el cadáver.
El perro no ladró ni una sola vez durante la noche.
El dueño de Silver Blaze también era dueño de un rebaño de ovejas, y 3 de estos animales estaban lastimados de una pata.
El caballo perdido fue encontrado por Holmes en un terreno vecinal al de su legítimo dueño.
Holmes mostró la fotografía del entrenador a la dueña de la tienda donde fue comprado el vestido, y la dueña confirmó que el hombre de la foto era el mismo comprador que se había identificado como William Darbyshire.
Con los 10 indicios señalados arriba Holmes pintó un escenario imaginativo que señalaba claramente al entrenador John Straker como el único culpable de su propia muerte. Al momento de leer el relato, y reflexionar un poco sobre ello, nos damos cuenta de que la solución ofrecida por Holmes es la única que logra encajar todos los indicios en una pintura coherente. Si nosotros buscamos una solución alternativa, necesariamente tendremos que dejar a un lado varias de las pistas enumeradas por Holmes; al mismo tiempo vemos que estas pistas pertenecen a la clase de indicios que los positivistas consideran irrelevantes ó indignos de atención. A ellos sólo les interesa encontrar objetos personales ajenos a la víctima para señalar a un sospechoso; de modo que la corbata encontrada en la escena de la tragedia, perteneciente a un tal Fitzroy Simpson, es para el detective de Scotland Yard, más importante que todos los datos encontrados por Holmes. De aquí que la solución de Holmes tiene que rivalizar con la obsesiva idea de la policía de que el asesino debe ser, forzosamente, ese Fitzroy Simpson. La pintura que ofrece la policía es totalmente desarticulada, con datos sueltos e inconexos entre sí. Por todos los detalles anteriores, este relato de Conan Doyle es una joya valiosa que nos ayuda a entender como funciona el razonamiento detectivesco. Debería ser innecesario decir que Holmes logra pintar el cuadro con los 6 primeros indicios señalados arriba, y que los últimos 4 sólo sirven para confirmar que la pintura es correcta.
Ahora, ¿cómo se aplica el razonamiento detectivesco a la controversia sobre la evolución? Sólo hay una solución que logra armonizar todos los datos conocidos por la biología moderna en una pintura coherente; en contraste, las soluciones alternativas forzosamente se construyen con datos sueltos, que no armonizan entre sí. ¿Cómo puede armonizar el cuento bíblico de la creación con las mutaciones genéticas, y con el hecho de que los individuos de una raza ó una especie son portadores de variaciones genéticas y estructurales que son perfectamente funcionales? ¿O cómo puede el cuento de la selección natural armonizar su idea de las mutaciones azarosas con el hecho de que los genes tienen una compleja organización estructural y funcional que refleja un diseño tan elaborado que es comparable al diseño de relojes y computadoras? Si vamos a ser honestos, tenemos que admitir que los cuentos de Creacionistas y darwinistas son esencialmente absurdos e indefendibles. De manera que sólo quedan las mutaciones orquestadas del esquema lamarckiano. Ahora que, dentro de las mutaciones orquestadas, hay algo que no encaja: las mutaciones cromosómicas, como las que ocasionan síndrome Down, también conocida como trisomía 21, forzosamente quedan fuera de los cambios organizados producidos por el trabajo conjunto de varias moléculas catalíticas. Sin embargo, las mutaciones orquestadas no ocupan la totalidad del esquema lamarckista; las mutaciones que rompen los cromosomas, ó invierten una parte de su secuencia, forzosamente deben ser provocadas por una proteína disfuncional, y ello a su vez debe ser la consecuencia de alguna carencia nutricional, como falta de vitaminas ó minerales. Y dado que Lamarck habla de cambios en la herencia inducidos por cambios en el ambiente, también las alteraciones cromosómicas quedan incluidas en este esquema. Vemos pues que el lamarckismo es mucho más rico, más coherente y más explicativo que sus rivales, aún teniendo en cuenta sus fallas, sus huecos, sus grietas (las cuáles serán corregidas, no tengo la menor duda, en las próximas décadas; recordemos que el desarrollo de un paradigma puede ser extremadamente lento, pero nunca será decepcionante para los que hemos logrado captar, por anticipado, por esa función imaginativa que tanto desprecian los torpes positivistas, su inmenso valor). Para rematar esta sección diré que la religión, en su confrontación con la ciencia, sólo sería un tigre de papel si no estuviera dominada por el razonamiento positivista. Del otro lado tenemos a los darwinistas, los cuáles tampoco destacan por su brillantez intelectual, ni por su interpretación de las reglas de la ciencia. Ellos imaginan ser los campeones que defienden la buena ciencia de sus enemigos trogloditas, cuando en realidad contribuyen de modo muy significativo al deterioro de la ciencia, a su brutal estancamiento. No he olvidado que son los darwinistas los que han impulsado el desarrollo de la ciencia (por el lado siempre de la genética mendeliana, nunca por el lado de la evolución), pero eso forma parte del cuadro paradójico y autocontradictorio de la propia ciencia. Sólo nos queda esperar que la ciencia auténtica y honesta encontrará finalmente su camino a una época más resplandeciente, eliminando todo lo que ahora estorba su progreso.
Las fábulas de la ciencia pueden parecer tan absurdas y delirantes como las fábulas de la religión, pero sólo las primeras pueden servir como programas de investigación para estudiar la naturaleza; y sucede que todo lo que se descubre en el reino de los seres vivos coincide armoniosamente con el cuento promovido por la ciencia. Entonces no hay manera de que el cuento promovido por la religión pueda rivalizar con el cuento de la ciencia. La conclusión es obvia: el cuento de la ciencia es verdadero, y no necesitamos reproducir transformaciones semejantes a las que han sido propuestas por los paleontólogos. Sólo necesitamos verificar que los procesos que constituyen la microevolución funcionan con la sabiduría y la inteligencia que los religiosos atribuyen al Dios Omnipotente, pero que los que amamos la ciencia sabemos que es una sabiduría simulada por la sencilla razón de que producen tanto mutaciones benéficas como perjudiciales, tanto genes útiles y eficientes como genes defectuosos y torpemente ensamblados. Abajo tenemos una típica representación de la primera pareja humana en el paraíso, según el cuento religioso, y a su lado, como contraste, tenemos un típico esquema evolutivo sugiriendo que especies extintas como Indohyus, Pakicetus, Ambulocetus, Kutchicetus, Rodhocetus y Dorudon, tuvieron ancestros comunes con las ballenas y delfines de la actualidad. Si Dios creó a todos los seres vivos usando sus milagrosos Poderes, realmente se esforzó mucho para sembrar la naturaleza con pistas falsas que nos llevarían a creer en la evolución. Tener a Dios por tramposo y embaucador no es el modo más agradable de pensar en su Divina Majestad. Entonces, ¿pondremos nuestra credulidad en lo que dice la naturaleza, ó seguiremos creyendo en el Dios tramposo, grotesco y burlón que, solapadamente, tratan de imponernos los intelectualoides religiosos? El lector tiene aquí la última palabra.
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